Para muchos, no es novedad mi admiración por Eduardo Galeano. Dice el refran «lo bueno si es breve, dos veces bueno» y si, además, es claro, profundo, reflexivo y poético, lo bueno se multiplica cada vez que el lector vuelve al texto.
El relato que, a continuación reproduzco, forma parte de su libro Espejos. Una historia casi universal. Me pareció, por lo justo, el indicado como punta del ovillo que todos tenemos en algún lugar de nuestro interior y que está a la espera de que, un día, tiremos del hilo.
«La mamá de los cuentacuentos
Por vengarse de una, que lo había traicionado, el rey degollaba a todas.
En el crepúsculo se casaba y al amanecer enviudaba.
Una tras otras, las vírgenes perdían la virginidad y la cabeza.
Sherezade fue la única que sobrevivió a la primera noche, y después siguió cambiando un cuento por cada nuevo día de vida.
Esas historia, por ella escuchadas, leídas o imaginadas, la salvaban de la decapitación. Las decía en voz baja, en la penumbra del dormitorio, sin más luz que la luna. Diciéndolas sentía placer, y lo daba, pero tenía mucho cuidado. A veces, en pleno relato, sentía que el rey le estaba estudiando el pescuezo.
Si el rey se aburría, estaba perdida.
Del miedo de morir nació la maestría de narrar» (Galeano, 2008:72).